Loli 1

Muy delgada. Andaba rápido y encorvada por el vagón del tren repleto de turistas con maletas. Sujetaba con las dos manos una bolsa de plástico verde con varias cajas de medicamentos. Se sentó a mi lado y enseguida empezó a hablar de su hija, que estaba en cama, impedida, y a la que tenía que cuidar a sus 83 años y sola, porque no tiene a nadie más, y su marido se había muerto a los 90 años, también después de una larga enfermedad. Ya eran casi las dos y media. Menos mal que se había dejado por la mañana preparada una tortilla de patatas y una ensalada de pimientos en la casa en la que vive en Arroyo de la Miel, justo enfrente del Tívoli, y donde los vecinos son muy buenos y le ayudan a salir del portal la silla de ruedas en la que saca a pasear a su hija. Es verdad que todos los días hay una cuidadora que le asiste, de once a una, pero cuando llega, ella ya la ha duchado y cambiado si se ha hecho sus necesidades. Y es que necesita que vayan más tiempo porque ella ya está mayor y cansada, pero falta un papel y la burocracia hace que todo vaya lento y empieza a hablar de la Ley de Dependencia y de los enchufes, de que les dan ayudas a otros que están mejor. Además, hay que ver qué caro le ha cobrado el taxi desde la parada de tren del centro hasta Carlos Haya, donde le han dado las recetas para los medicamentos, pero es que no hay buena combinación de autobús. Si la hubiera no se hubiera gastado tanto dinero, porque hay que sumarle lo del tren, que además hoy va con retraso. Y a las tres toca darle el Sintrom.

Con los labios pintados de rojo y vestida de colores claros sólo se quitó el luto porque su hija le dijo que no le gustaba y que tampoco le hubiera gustado a su marido que llevase tonos oscuros. Lo que he pasado, recuerda: los dos estaban enfermos y yo de una habitación a otra:

-Loli ven, decía mi marido, y yo le decía espera e iba.

-Loli ven, decía mi hija. Espera, que termino con tu padre y ya voy.

Y pone los ojos grandes y los labios apretados tratando de evitar las lágrimas con la vista fija en la ventana pero sin mirar a ninguna parte. Tiene una sobrina policía y el hermano de su marido, que nació el mismo día que él con cuatro años de diferencia, tiene 94  y vive en Torremolinos. Pero está hecho un toro. En el vagón hay un niño que no para de llorar. Porque tendrá hambre o sueño o estará agobiado entre tanta gente. Ahora se calla. Si no le echa sal a la comida es porque su hija no la puede tomar porque a ella la comida sin sal no le gusta nada. Ha hecho suficiente cantidad de almuerzo así que puede invitarme a comer si quiero. Dice que ella apenas come, tiene pocas ganas. Por eso está delgada, dice, y se le marcan los huesos de la clavícula y el vestido le queda grande. Siempre estoy de arriba para abajo.

Se baja dos paradas después que yo, en Arroyo de la Miel. Antes de despedirme le pregunté su nombre: Sonrió como sorprendida y dijo: -Loli, me llamo Loli

-¿Y tú?

-Inés, le dije.

-Inés, muy bonito.

One comment on “Loli

  1. Reply Manuel May 23,2018 9:02 am

    Muy bonito, Inés. Como esto otro:

    «Como llego tarde a una cita en el Midtown, bajo corriendo las escaleras del metro justo cuando el tren está llegando a la estación de la calle Catorce. Las puertas se abren y un joven que está de pie delante de mí (camiseta, vaqueros, corte pelo militar), y que carga con un coche de bebé plegado sofisticadamente a la espalda y un niño muy pequeño cogido de la mano, se dirige a los asientos que hay justo delante. Yo me dejo caer en el asiento de enfrente, saco mi libro y mis gafas de leer y, mientras me pongo cómoda, soy vagamente consciente de que el hombre se quita el cochecito de la espalda y se vuelve hacia el niño que está sentado. Entonces levanto la vista. El niño tiene unos siete u ocho años y es la criatura más grotescamente deforme que he visto en mi vida. Tiene la cara de una gárgola –la boca torcida hacia un lado, un ojo más arriba que el otro– en una cabeza enorme y contrahecha que me recuerda al Hombre Elefante. El niño lleva un estrecho pedazo de tela blanca alrededor del cuello y en el centro, un tubo ancho y corto para insertarse en su garganta. Un segundo después me doy cuenta de que también es sordo. Lo sé porque el hombre inmediatamente empieza a comunicarse por señas. Al principio el niño se limita a mirar los dedos del hombre en movimiento, pero enseguida empieza a responder moviendo los suyos. Entonces, al tiempo que los dedos del hombre se mueven cada vez más rápido, los del niño se aceleran, y en pocos minutos los dedos de ambos se menean con la misma rapidez y complejidad.

    Al principio me da vergüenza observarlos tan fijamente y desvío la mirada una y otra vez, pero parecen tan ajenos a todos los que les rodeamos, que no puedo evitar levantar los ojos constantemente del libro. Y entonces ocurre algo extraordinario: el rostro del hombre destila tanto placer y ternura a medida que las respuestas del niño son cada vez más animadas –la boquita tocida sonríe, los ojos desnivelados se iluminan–, que el mismo niño empieza a transformarse. Conforme las estaciones se van sucediendo y el intercambio va absorbiendo más al hombre y al niño, los dedos vuelan, ambos asienten con la cabeza y ríen, me descubro pensando: «Estos dos se están humanizando el uno al otro de un modo asombroso».

    Para cuando llegamos a la calle Cincuenta y Nueve, el niño me parece hermoso y el hombre, beatífico.»

    (VIVIAN GORNICK, La mujer singular y la ciudad. Sexto Piso, 1918).

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