La mujer mayor con el rostro curtido por el sol estaba apostada en la puerta de ese gran centro comercial al que todos vamos alguna vez a comprar cosas que no nos hacen falta.
Con un cesto a sus pies ofrecía su mercancía a la gente que vomitaba la gran tienda de productos variados y ofertas irresistibles. Personas cargadas de bolsas con un frutero de cristal, un bonsai o una alfombra verde que quizás no tenían idea de comprar en un inicio, pero que finalmente se llevaron a casa.
La tentación les pudo pese a que dentro del laberíntico centro comercial atajaron para no tener que hacer el circuito completo que la tienda impone para atrapar al cliente y que pase por delante de cuantos más productos mejor.
La mujer mayor ofrecía también su producto a la salida, su producto fresco: huevos, lo que hacía un curioso contraste con el centro comercial en cuya entrada los ofrecía.
X había ido a comprar con su hija. A la salida, pasó por delante la mujer sin darse mucha cuenta de su presencia o como negándose que hubiera una mujer vendiendo huevos a la puerta del centro comercial. Pero al llegar al coche le preguntó a su hija de 8 años: ¿de verdad había una mujer vendiendo huevos en la puerta?
«Sí mamá», le respondió su hija.
X sintió que debía volver y le compró una docena. Eran probablemente de sus propias gallinas porque no tenían el sello que estampa la fecha de puesta y el código que los clasifica. Por tanto, es ilegal su venta a la puerta de ese monstruo de centro comercial donde tantas cosas se venden legalmente, pero son tan supérfluas e inútiles en muchas ocasiones.
Esa noche X cenó huevos y estaban deliciosos.